viernes, agosto 18, 2006

Con los ojos de Alberto

18 de agosto, día nacional de la Solidaridad, fiesta de San Alberto Hurtado, apóstol de los pobres. ¿Les dice algo?

Bueno, sí, Hogar de Cristo, "patroncitos", "contento, Señor, contento", "¿Qué haría Cristo en mi lugar?", y una serie de hechos y frases para el bronce, muy a pesar del Padre Hurtado, quien con toda probabilidad nos volvería a interpelar: ¿Es Chile un país católico?

Desafortunadamente la respuesta, desde los años 30 y 40, época de nuestro Santo, sigue siendo la misma. Aún más, ni siquiera podemos decir que Chile es un país cristiano, en el sentido de encarnar o apostar como sociedad por los valores del Evangelio, sino que somos una nación cada vez más individualista, egoísta, hedonista y atravesada por el consumismo (un grado más de la influencia nociva del capitalismo que no agradaba a este hombre de Dios) y el relativismo moral, tan práctico por lo acomodaticio.

Usted dirá que se me asomó el pechoño que llevo dentro, y quizá tenga razón, pero la verdad sea dicha, no se necesita conservadurismo moral para creer que el amor puede modificar estructuras y puede permitirnos ser más libres. Jesús expresó claramente que toda la Ley de Dios se resumía en amar al Señor por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, igualmente digno por el mero hecho de su naturaleza de ser humano, del mismo modo que se ama, protege, cuida a sí mismo, nada más pero nada menos.

Si lo piensa, no se necesita ser católico para amar al prójimo, pero para quienes decimos creer en Dios y somos parte integrante de la Iglesia Católica éste es un imperativo moral, que nos obliga a la responsabilidad social, a la caridad, y por sobre todo, a la justicia social, a aquella que busca no sólo dar a cada uno lo suyo, sino que el bienestar de todos, el bien común. Es decir, como católicos, estamos moralmente obligados a ser agentes de cambio social, a procurar que todos tengamos igualdad de oportunidades, a denunciar las injusticias y a luchar por un salario justo para todos, una educación digna, que sea para la vida y no una mera instrucción, una salud adecuada y oportuna para todos, jubilaciones acordes con el tiempo y trabajos realizados, y no a caer en el mero asistencialismo o la caridad con desprecio, sin mirar los ojos de aquel a quien damos una moneda o un pan, porque si no es así, ¿quiere decir que no nos atrevemos a mirar a Cristo?

Como recordaba ayer un magistrado en un comparendo de policía local, es tanto más difícil hacer justicia que caridad, y yo añado, y más fácil una caridad mal entendida, porque, y hay que recordar una vez más a San Alberto Hurtado, la caridad sólo empieza, sólo tiene cabida cuando termina la justicia, sólo cuando la justicia ya no puede resolver, aparece la más excelsa de las virtudes para suplir lo que falta.

Nadie pide inmolaciones ni manifestaciones grandiosas, porque se corre el riesgo de caer en el abatimiento de decir qué puedo hacer yo que no tengo influencia, ni dinero, ni fe, o que soy joven, o humilde, quién me va a hacer caso a mí. Es infinitamente mejor hacer algo que no hacer nada, y refugiarse comódamente en que los que si tienen los atributos de los que yo digo carecer no hacen el bien.

"Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien", lo contrario es puramente fariseísmo.

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