El domingo pasado comenzó lo que para los que somos católicos es el Tiempo litúrgico de Adviento, que al igual que Cuaresma, es un período de conversión, pero además de espera, de una dulce espera ante la llegada del Salvador que viene a este mundo como un niño indefenso, que nace en el lugar más humilde, apartado y rechazado de todas partes, y en brazos de una niña-madre que acoge la voz del Señor y le manifiesta su aceptación valiente y confiada ante semejante empresa encomendada.
Es éste un tiempo de esperanza, de renovación de las estructuras, de alegría, de consuelo, y un tiempo que invita a cambiar el modo de ver las cosas, a recuperar lo esencial, lo sencillo. Porque en eso consiste la conversión, en cambiar de vida, en modificar las conductas, en revisar lo que estoy haciendo y sintiendo, y conformándolo al modo de hacer y de vivir que nos expresa el Evangelio. Es también una bella oportunidad de conocer y amar más al Señor, a través de las múltiples iniciativas que diversas instituciones lanzan, para una Navidad con un verdadero sentido, basada en el compartir y no en el recibir, pero también por medio de las propias ideas, sin esperar que otros nos digan qué hacer.
Debemos salir al encuentro del Dios vivo y más vivo que nunca, porque viene a nacer en nuestros hogares y corazones para darles vida nueva, en nuestros vecinos, en los familiares que no hablamos o que no visitamos, en los enfermos, en los amigos que están lejos, en fin, la caridad tiene muchas formas de expresarse y muchos rostros a los cuales regalar un poco de alegría y de cariño, sin caer tanto en el valor del obsequio como en la sinceridad con que se hace.
A ejemplo de María, en cuyo nombre celebramos hoy la Inmaculada Concepción, dispongamos el corazón al llamado del Señor, silenciemos el ruido de esta vida que no nos deja oír la voz de Dios y atrevámonos a recibir en nuestro seno familiar y personal a este niño que quiere nacer otra vez en medio de nosotros. Que así sea.
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