Para contextualizar, cabe indicar un concepto amplio de femicidio (no restringido a las parejas actuales o anteriores), definiéndolo como todo homicidio de una mujer (recuérdese la cruda realidad de Guatemala y de Ciudad Juárez, en que no media necesariamente relación de pareja alguna entre victimario y víctima, pero sí una violencia inusitada contra la mujer), a manos de sus esposos, amantes, padres, novios, pretendientes, conocidos o desconocidos, definido como una forma de pena capital que cumple la función de controlar a las mujeres como género.
No parece malo que se pretenda hacer modificaciones legales que tiendan a mejorar la protección de los derechos de las mujeres frente a sus posibles agresores, especialmente tratándose de individuos tan próximos a su entorno. A este respecto, estimo que las modificaciones legales debiesen encaminarse más que al establecimiento de una figura legal independiente del homicidio, hacia la incorporación de circunstancias agravantes o calificantes en los delitos contra la vida y la integridad física de las personas (homicidio, lesiones), normados en el Título VIII del Libro II del Código Penal, que incluyan a las parejas o ex parejas no convivientes, como pololos o novios (ya el parricidio incluye a los cónyuges y convivientes, actuales o pasados) y a la consideración para constituir la agravante de reincidencia contemplada en el artículo 12, circunstancia 16ª, de todas las situaciones de maltrato intrafamiliar, tanto psíquico como físico, sean constitutivas de delitos o de faltas, con la finalidad de englobar un fenómeno social que no es parcelado, sino que está integrado por una serie de hechos que pueden partir simplemente de una escena de celos desproporcionada en el pololeo hasta llegar a una muerte.
Lo verdaderamente cuestionable en el análisis es que, desafortunadamente, el punto de mira recae principalmente, como sucede con demasiada frecuencia en un país legalista hasta el absurdo como el nuestro, en la necesidad de modificar y/o agregar delitos al catálogo presente principalmente en el Código Penal, ante la creencia tan arraigada en nuestra sociedad, y por desgracia en el grueso de la clase política, de que las leyes pueden modificar positivamente las conductas de las personas y, particularmente, que el aumento de penas o el establecimiento de nuevas figuras delictivas puede producir una inhibición de los comportamientos criminales, lo que diversos estudios criminológicos han demostrado no es cierto. La preocupación actual es si se debe legislar o no, y en que forma, olvidándose que, más allá de la forma jurídica que pueda tener el castigo al femicida, particularmente en los casos de vínculos sentimentales, el mayor recurso contra la violencia contra la mujer y su consecuencia mayor, su muerte, es la modificación de modelos de conducta enraizados en nuestra gente, sexistas y machistas, que “cosifican” al género femenino, convirtiéndolo en sujeto de propiedad del varón en cuestión, lo cual se consigue con introducir, por ejemplo, cambios en el nivel de educación preescolar, para que, al menos, las nuevas generaciones no vengan condicionadas por las conductas tan nefastas arriba indicadas.
Por supuesto que es un avance el aumento de denuncias de violencia intrafamiliar, que da cuenta de una pérdida del miedo al agresor, y que se haya establecido el delito de maltrato habitual; sin embargo, es necesario que no se vuelvan a escuchar comentarios tales como el que recordaba en estos días la senadora Soledad Alvear, quien como ministra del SERNAM debió escuchar a un parlamentario que decía que las viviendas debían tener paredes más gruesas para que no se oyese en las del lado cuando el marido le pegara a la esposa o defensores públicos argumentando a favor de sus defendidos que todo es producto de que los hombres trabajan mucho, el niño da problemas, llegan cansados y la señora “comadrea” con la vecina, como se indica a modo de ejemplo en un estudio de
Me parece que la clave es comprender que, la más de las veces, son la sanción social y la solidaridad humana los factores disuasivos más poderoso contra el que agrede. Sólo cuando como sociedad aprendamos a que hombres y mujeres tenemos igual naturaleza y dignidad, que nada justifica los comportamientos violentos, que éstos deben ser castigados en la medida que la situación lo haga necesario y que nunca se deben cerrar los oídos y los ojos, sino que es un imperativo moral denunciar lo que ocurre a nuestro alrededor, sin vivir esperando que sea la autoridad o las modificaciones legales las que hagan todo el trabajo, habremos dado pasos gigantescos hacia la disminución y quizá la futura erradicación de la violencia intrafamiliar, sin que tengamos que volver a escuchar casos como los de los últimos días.